Soy lector de cómics desde antes de que se llamaran así, cuando eran
mayormente cosa de niños y los conocíamos como tebeos, que era el nombre
de una de las revistas más antiguas, “TBO”, en la que salían –recuerdo-
personajes como los de la familia Ulises –una especie de Simpsons en
pobre y en español- y los inventos del profesor Frank de Copenhague, que
presentaba unas máquinas complicadísimas llenas de engranajes, poleas y
ejes, impecables desde el punto de vista mecánico y estúpidas a más no
poder en sus aplicaciones. Por ejemplo, un pulmón artificial para
trompetistas que utilizaba como energía las carreras de un perro
hambriento detrás de una ristra de longanizas. Había entonces –me
refiero a mi infancia lectora- muchos tebeos semanales: el “Din Dan”,
“Pulgarcito”, “Tío Vivo”..., en cuyas páginas habitaban personajes como
Mortadelo y Filemón, las hermanas Gilda, Anacleto, agente secreto, Zipi y
Zape, Carpanta, Rompetechos, Pepe Gotera y Otilio, doña Urraca o los
inquilinos de 13 Rue del Percebe. Luego vino la revista “Strong”, con la
que llegaron de Francia y Bélgica personajes de la llamada línea clara:
Lucki Lucke, Gastón el Gafe, Ultrasón el vikingo, Spirou y Fantasio,
los pitufos, y un niño bajito, forzudo y con boina cuyas aventuras me
divertían muchísimo: Benito Sansón.
Es probable que a los jóvenes estudiantes de ESO y bachillerato, por lo general más familiarizados con los mangas japoneses y los herederos de los superhéroes márvel, esos personajes les parecerán cutres y casposos. De hecho hay uno de ellos, Carpanta, que os resultará, por suerte para vosotros, incomprensible, pues su máximo deseo es comerse un bocadillo o un pollo asado. Evidentemente el hambre está tan alejada de vuestras vidas, que es difícil que se convierta no ya en un tema de humor para una historieta, sino en el tema. Para entenderlo haría falta una lección de historia o de sociología, pero que nadie se asuste, que no es ese mi propósito. Me han dicho que hable aquí de mi afición a los cómics, pero como soy un poco rollero, me lío y me lío...
Es probable que a los jóvenes estudiantes de ESO y bachillerato, por lo general más familiarizados con los mangas japoneses y los herederos de los superhéroes márvel, esos personajes les parecerán cutres y casposos. De hecho hay uno de ellos, Carpanta, que os resultará, por suerte para vosotros, incomprensible, pues su máximo deseo es comerse un bocadillo o un pollo asado. Evidentemente el hambre está tan alejada de vuestras vidas, que es difícil que se convierta no ya en un tema de humor para una historieta, sino en el tema. Para entenderlo haría falta una lección de historia o de sociología, pero que nadie se asuste, que no es ese mi propósito. Me han dicho que hable aquí de mi afición a los cómics, pero como soy un poco rollero, me lío y me lío...
Para mí hay tres grandes satisfacciones unidas a los cómics. La primera
es el goce de una buena historia, asociada a unos dibujos sugerentes. La
segunda es prestarle a un buen amigo un cómic que yo haya disfrutado. Y
la tercera, seguir los caminos que un cómic me ha descubierto. A veces
esos caminos son literarios, como cuando leí la genial adaptación que
hizo Robert Crumb de unos relatos de Kafka; a veces históricos, como los
que me sugirió la lectura de “Maus” (sobre el exterminio de los judíos
en la II Guerra Mundial); y, con más frecuencia, geográficos, como me ha
pasado desde que empecé a leer cuando apenas tenía seis años los
álbumes de Tintín. Por todo esto, para mí los cómics no sólo han sido –y
siguen siendo- fuente de satisfacción, sino también de aprendizaje y
descubrimiento, que es lo mismo.
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